Cuentan que hace mucho tiempo, en la parte central del Perú, existía un Apu muy poderoso, Pachacámac era su nombre. Dicen por allí que cuando Pachacámac se mueve suceden los temblores, si se mueve fuerte, se dan los terremotos y cuando se levante, podría suceder ¡el fin del mundo! Dicen también que Lima era su dominio, así como toda la costa, pero que en continuas luchas, debido a su carácter muy violento y al buscar enfrentamientos incluso con su padre el Sol, tuvo que huir y adentrarse en el mar, donde está desde aquel lejano tiempo.
Decido visitar Pachacámac, pero esta vez no en onda playera, ahora iré más allá, a conocerlo en profundidad. Me comentan que hay varias sorpresas escondidas y, bueno pues, a sorprenderme voy.
Debo confesarlo con hidalguía, no es de mi agrado levantarme muy temprano, pero a veces, y en aras de las comisiones, lo tengo que hacer. Y esta es una de esas veces. Nos citan a las 8 y 30 de la mañana en las puertas de la Richi (Universidad Ricardo Palma) y como vivo en el tradicional distrito del río hablador, mi querido Rímac, pues me supone salir raudo a más tardar a las 7 y 30 de la mañana. Espérame Pachacámac, ¡que allá voy! Este distrito se ubica relativamente cerca a la gran metrópolis limeña. Tan sólo recorremos unos 40 minutos, o una hora, y ya nos encontramos en el pueblo. La simpática Ingrid Choquehuanca, de la oficina de turismo de la municipalidad y amable anfitriona, recibe a este inquieto grupo de prensa.
La historia de Pachacámac se pierde en los insondables abismos del tiempo. Según estudios, se tiene conocimiento que este lugar, por estar atravesado por el río Lurín y haber generado un valle de gran riqueza, ha sido territorio apetecible para el asentamiento de diversas comunidades. Así, se sabe que en tiempos arcaicos, al señorío que reinaba en este valle, se le conocía como Ichma, el mismo se extendía también hacia el valle del Rímac. A partir de allí, varios entes culturales han venido conquistando estas tierras, pasando por aquí los Wari, los Inca, quienes le cambiaron el nombre por el de Pachacámac y los españoles; que en su afán por establecer una nueva religión y su cultura, arrasaron con lo que pudieron, pero nunca lograron desterrar su ancestral esencia. Desde aquel 30 de enero de 1533, en que las huestes ibéricas aparecieron en las costas de Pachacámac; se sentaron las bases para lo que es hoy este pujante distrito.
“¿Sabes Juan? Acá en la zona conocida como Cardal”, me dice Ingrid, “Y subiendo el cerro Pan de azúcar, hay una roca conocida como la Piedra del Amor” y mientras subimos me comenta que los enamorados que se besen mirando la susodicha piedra, se querrán por siempre. Al llegar, el asombro. Frente a nosotros una enorme roca emerge del cerro. Parece como si dos personas se hubieran fundido en ella. Allí están, abrazados y entregados a un beso petrificado para la eternidad. Las sorpresas se empiezan a descubrir.
Casi a tiro de piedra y oculto por la vegetación, existe una curiosa fuente de agua que brota de la montaña, el Manantial de la Juventud. Aseguran que tiene propiedades energéticas. Lo cierto es que beber de esta agua, después de una larga caminata, es una bendición que revitaliza. Ahora que si en el camino se nos antoja degustar las deliciosas frutas que este valle produce, pues vámonos al Fundo Marengo, donde tendremos a disposición un ramillete frutícola de primera.
Van a dar la una de la tarde y el hambre hace rato que se posicionó de nosotros. “Tranquilo Juancito, iremos a dos de los mejores restaurantes de la zona”, me dice Ingrid al notar mi apetencia. ¡Hora de comer! El primero a visitar es Las Chimeneas Bistro. Su fundador, Don Luis Miranda, es quien atiende personalmente, brindándole y recomendándole lo mejor de su carta. Nosotros degustamos unos deliciosos ravioles en salsa de ají de gallina, una poderosa lengua en pasta de espinacas, un sabroso carpaccio de lenguado y unos enrolladitos de lenguado acompañados de ricas papas crocantes; todo un regalo para nuestros golosos paladares. ¡Guarden lugarcito porque aun tenemos que visitar un restaurante más! Y claro, ese lugarcito ya está separado. Además, estamos en plena chamba y todo sea por el fiel cumplimiento de la misma. Para que la crónica salga como Dios manda.
Diligentemente, vamos hacia otro templo sibarita, el Paso Obligao, así como está escrito, obligao. Entusiasta nos recibe César Duarte, el carismático propietario y nos invita a pasar y acomodarnos hasta esperar desfilar las exquisiteces novoandinas que nos tiene preparadas. Un detalle a tener en cuenta es que aquí todos los platos se cocinan en sendos hornos de barro, lo que le da un sabor especial y muy particular. Comienza el desfile. A nuestra mesa llegan unos alucinantes panes preparados en casa, luego hace su aparición un espectacular costillar trozado en salsa especial, y secreta, el queso cuatro sabores, unos sublimes champiñones y todo acompañado por unas papas y camotes a la brasa, que para qué les comento. Simplemente apoteósico.
¡Si que hemos comido ah! Necesitamos un bajativo y que mejor que visitar, a pie obviamente, el Museo del Pisco, el primero en su género. Don Pedro Lariena nos invita a degustar esta espirituosa bebida y nosotros la recibimos con el mayor de los gustos, mientras recorremos los recovecos de este peculiar lugar. Un homenaje a nuestra bebida de bandera. Allí se pasa revista a la historia del prístino licor peruano. Alambiques y botijas de hace cuatro siglos han sido rescatados para mostrarlas al visitante. De quitarse el sombrero. ¡Salud!
El día va pasando, y el sol se ha encaminado ya al oeste. La tarde llega presurosa, pero aun falta conocer algo más. Vamos hacia el norte. La luz vespertina ha despertado infinitas tonalidades de verde en aquellos cerros retorcidos. Estamos en las Lomas del Lúcumo, pero esta vez sólo atisbaremos una parte de ellas. Nos prometimos regresar para descubrirlas en su totalidad. Por ahora el atardecer se nos adelantó y la noche está presta para cubrirnos con su manto.
Ingrid me mira y sonríe. Es que se da cuenta de mi satisfacción, pues este ha sido un día de provecho y la jornada ha sido estupendamente buena. Soy un convencido que siempre debemos mirar más allá, porque todo lugar tiene por ofrecer mucho más de lo que ya se conoce y cuando vamos descubriéndolos, las sorpresas no tardan en aparecer. Y, la verdad, Pachacámac, me sorprendió.
Fotos y textos: Juan Puelles