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A trote; crónica de turismo urbano por Lima

Lima, iglesia de San Francisco

Estaba decidido. Las catacumbas, ese lugar tenebroso del que tanto habíamos escuchado era nuestro destino. Un plan sencillo. Visitarlas y luego ir corriendo a cuanto museo pudiésemos entrar, a pie, a trote y en nota de ejercicio. El rio hablador, disminuido por las obras de parque Rímac, nos recuerda cuanto ha cambiado el paisaje limeño en los últimos años. Harto turista y un frio ponedor recibían nuestros pasos habidos de pista y cultura.

Escapando por una de las esquinas de palacio de gobierno, un portón devoró nuestra atención. Era el museo Bodega y cuadra, que entre sus curiosidades tiene mapas de la lima antigua, esa que se conocía a pie o a caballo, cuando no la surcaban interminables avenidas llenas de tráfico y ruido. Todo un chapuzón en la vida de esa ciudad que ya no está aquí pero que nos acompaña en su arquitectura.

Media cuadra más allá bajando por Jirón Ancash nos sorprende la imponente Basílica y convento de San Pedro. En sus entrañas nos esperaba el motivo de esta incursión urbana, las famosas catacumbas. Palomas ávidas de dejar su marca en cuanto monumento se posen nos reciben con sus aplausos aéreos.

Una mano al pecho y otra al bolsillo derecho, 7 soles la entrada y ya estamos adentro. Al levantar la vista, una sensación de asombro y vértigo se apodera de nuestros sentidos. La cúpula estilo Mudéjar, con líneas que se recorren y cruzan una a otra, se mezclan con los ecos de cientos de pasos que olvidando que suben por escalones quisieran volar para con mayor detenimiento dejarse llevar por el goce de lo visual.

La luz en sus distintos matices juega con nuestros sentidos y son el preludio de la oscuridad absoluta, hoy iluminada con lámparas de luz ambar, bajo tierra. En la superficie la luz exterior se cuela entre las paredes, para mostrarnos un paraíso perdido. Ecos europeos que entre símbolos Franciscanos nos remiten a la más añeja Europa, con guiños peruanos que aparecen en el arte mural, como los queros y frutos andinos retratados en las paredes del comedor principal en una representación de la ultima cena.

Entonces, llega el momento de la verdad. Una angosta grieta en uno de los lados del sobrepoblado claustro es el preludio del ingreso. Puedo sentir la impronta presencia de todos a mí alrededor. Apenas puedo ver mis pies. Identifico al grupo de extranjeros que se cruzan con nosotros, comentando algo en una lengua extrajera, ¿francés, alemán?, solo sé que apenas puedo caminar. El olor alimonado del ambiente proviene de la cal viva que contiene el aliento de cientos, tal vez miles de osamentas que habitan estas paredes blancas de coloración ámbar en el inframundo limeño. El guía nos cuenta que fue Jose de San Martin, quien en 1821, prohibió sepultar a mas creyentes allí, costumbre que se habría extendió por casi 150 años. En el abismo, bajo una luz tenue, desde el espacio que alguna vez ocuparon sus ojos, cientos de cráneos nos devuelven la mirada.

La calle es nuestra cómplice. Pies en polvorosa y un churrito de manjar hirviente mitiga nuestra voracidad de medio día, antes de la próxima parada. Trote y vereda nos llevan a las puertas del museo de arte italiano. Sus espaciosas salas turquesa, embelesadas con esculturas de frio mármol, nos muestran la calidez que emana de artistas europeos desde la península itálica. La luz cenital de las salas turquesa le dan un matiz místico a los estudios de luz sobre la figura humana, en las paredes del recinto, toda una delicia visual. Un último aliento que nos espera el Museo de Arte de Lima.

Damos un paso y estamos listos para el último movimiento. Las mayólicas del piso de recuadros blancos y negros nos reducen a piezas de ajedrez que nos pone en jaque. Hoy no está abierta la sala de exposiciones permanentes, no podremos ver los funerales de Atahualpa ni los lienzos de Baca Flor o el alucinante arte colonial, poblado de seres alados y representaciones sincréticas de lo divino. La pena se va cuando vemos las fotos del set de la recordada película Star Wars, siendo devoradas por el tiempo y la arena en la frontera de Túnez y Algería, en la muestra “Ruinas al revés”. Un pasito más allá, en la siguiente sala, Sabogal nos transporta a los profundos colores de nuestra serranía. Cada vuelta a la esquina es un constante repaso de lo nuestro, como quien se ve al espejo o ve una radiografía multicolor de lo que llamamos propio. Ya con los pies cansados regresamos al tablero de ajedrez que son los pisos del MALI. Con el cuerpo en jaque, agotados por la faena pero con las ganas de continuar una charla que no termina, nos vamos. Es hora de volver a casa.

Por: Jonatan Aguilar, Colaborador.