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Viaja y descubre Caravelí en Arequipa

Caravelí parece estar desvinculado del resto del mundo.  Y, en cierta medida, esto es así. En las casi dos horas que demora arribar a sus dominios, desde el poblado costeño de Atico, no no habíamos cruzado con ninguna casa, ni río, ni árboles. El chofer detuvo la camioneta en una curva del camino y, como surgido de la nada, allí a lo bajo, una tenue línea de verdor flotaba sobre un fantástico desierto. No es un desierto cualquiera, carece de arenas y dunas, y está poblado de una superficie rugosa de tonos rojizos y salmones.
Sin embargo, en esta tierra reseca y aparentemente infértil, se produce uno de los mejores piscos del Perú.

Pero si uno empina un poco la mirada, el panorama se torna espectacular: a la izquierda, se eleva el nevado Sara Sara, donde en 1996 – irónicamente, gracias a la deglaciación por el calentamiento global – se halló una momia en perfectas condiciones de conservación, llamada, obviamente, Sarita, y que ahora se exhibe en el Museo de la Universidad de Santa María en Arequipa. Mientras al frente se lucen los hielos del pico Solimana y la imponente cumbre del Coropuna, el volcán más alto del Perú, con sus 6425 metros de altura. Este contraste geográfico le brinda una atmósfera especial a Caravelí, actualmente poblado olvidado, pero que por su vinculación por carretera con la sierra ayacuchana, especialmente con la laguna de Parinacochas y sus bandadas de flamencos bajo el Sara Sara, puede resultar en un atractivo circuito turístico, interesante en un futuro cercano.

Viñas Doradas de Caravelí

Caravelí fue el primer repartimiento del Perú por la época en que los españoles se dividían las tierras y los indios. El 3 de julio de 1535, Francisco Pizarro otorgó el repartimiento de Caravelí a Cristobal de Burgos. La introducción de las primeras cepas de uva no tardó mucho. Según el ingeniero Ricardo Guerra, existe la evidencia de que la vid se cultivó por primera vez en el valle de Caravelí en 1548, en la Encomienda de Hernando Álvarez de Carmona y bajo los auspicios de los padres jesuitas. A pesar de los avatares de la Independencia, donde los patriotas al mando del Mariscal Miller la usaron como base para perseguir al general realista Ameller, Caravelí aguantó y vivió comercialmente de los productos derivados de la vid. De lo que dio fe Antonio Raimondi cuando pasó por el pueblo en 1863: «Cultivan la parra con ventaja, con cuya uva elaboran vino y aguardiente que exportan» cuenta el Cuaderno VI de Itinerarios de Viaje. También resalta la producción de frutales (todo el año), su plaza, su pileta y su catedral. Todas estas edificaciones se fueron abajo con el tremendo terremoto del 13 de agosto de 1868, dejando la ciudad en escombros, quedando todavía El Callejón del Peligro, como mudo testimonio de las estrechas calles de antaño.

El origen de las Balas

«Abundan tinajas, con perforaciones de bala, testimonio de la barbarie vivida durante la guerra con Chile. Al parecer, entre los objetivos geopolíticos chilenos estaba acabar con la industria vitivinícola peruana y con este fin sus ejércitos destruyeron parrales y balearon tinajas» señala el historiador Luciano Revoredo, quien no duda en categorizar al pisco dentro de la cultura viva peruana (junto a otras tradiciones como la religiosidad popular, los mitos, la artesanía, la gastronomía, la lengua y la medicina tradicional). Y añade rotundamente: «El pisco, ya lo hemos mencionado, es una denominación de origen peruana. Por denominación de origen se entiende que nos referimos a una zona geográfica exclusiva, que reúne una serie de características que dan singularidad a un producto. Es en ese sentido que el pisco solo puede ser producido en cinco departamentos de la costa sur del Perú: Lima, Ica, Arequipa, Moquegua y Tacna (en los valles de Sama, Locumba y Caplina). Como es lógico, tampoco se puede producir pisco en otras partes del mundo». Más claro, ni el pisco puro.

El Cholo Berrocal

El día de nuestra llegada los caravileños estaban sacando pecho por la presentación oficial del pisco El Comendador, ganador del evento realizado en el limeñísimo Jockey Plaza. Los señores usaban sombreros y las damas iban elegantes, mientras el pabellón nacional subía por el siempre celeste cielo de Caravelí. Una banda se encargaba de tocar desde el himno nacional hasta temas populares. Con Flor le pedimos que tocaran la obra cumbre del gran cholo Berrocal, famosos compositor e intérprete de la música criolla, nacido en Caravelí en 1937 y muerto prematuramente en Lima en 1983. Y la banda se largó a tocar «Payaso». Aunque bien pudieron tocar también «No me beses» o «Adiós a la patria», otros hits de Isidoro Berrocal Coronado, su verdadero nombre. Desde ese momento, buscamos con Flor una evidencia, una foto de este gran músico que sufrió ceguera desde los once años, lo que lo hizo compañero íntimo de su guitarra, con la que viajó a Lima al Instituto Nacional de ciegos. Pero no, nunca hallamos, en ningún rincón de Caravelí, una foto del Cholo Berrocal, quien, paradójicamente, es ídolo en el norte del Perú, en Ecuador y hasta Colombia.

Tinajas invaluables

Antes de irnos a almorzar a la bodega Chirisco, la señora Liliana Montoya – no exenta de cachita – me dice que me cubra la cabeza. Y es que el uso generalizado de sombreros, gorros y pañoletas tiene su razón de ser en el poderoso sol que sale a diario. «Hace años que no llueve, Dios nos ha castigado», dice la señora Montoya, que cree más en designios divinos que en cambios climáticos. «Y cuando llueve, el sol sale con más fuerza todavía», remata la doña mientras enrumbamos en dirección a Chirisco y sus alucinantes tinajas, que gozamos en cada bodega que visitamos de ahí en adelante.

Las tinajas estaban distribuidas en oscuras cavas, algunas de ellas semienterradas y con fechas tan antiguas como 1612, grabadas en su circunferencia de arcilla, y con cruces estilizadas y una tapa de piedra volcánica sellando el depósito. Su valor es inconmesurable, pues ya no se fabrican.

En Chirisco almorzamos un chancho al horno, que hubo que repetir a pedido del buen gusto. El dueño de la bodega Chirisco es Marco Antonio Franco, quien declaró contar con 22 tinajas, donde los mostos fermentan entre catorce y veinte días. Él produce la uva negra criolla que ha hecho campeón nacional a El Comendador. Detrás de sus parras se estira el desierto y después el cerro Indio Viejo, una colina sagrada en la región. Está demás decir que se probaron vinos, y el notable El Comendador fue un bajativo de lujo. Hubo bailongo y de anécdota una chica igualita a Magaly Medina, que algo animada decía que se había fugado de Santa Mónica. Algunos colegas también tuvieron dificultades para embocar la llave en la ranura, ya de regreso al hotel. El Comendador había hecho de las suyas.

Bodegas al Paso.

Al día siguiente hicimos un recorrido por las bodegas pertenecientes a la Asociación de Productores de Piscos y Vinos en la provincia de Caravelí. Es decir, una ruta del pisco. Importante porque es inusual, posee ambientes extraordinarios y con gran valor histórico, y, claro, por el incomparable sabor de su pisco, pero que se haría más atractivo si luego se la liga a la parte ayacuchana que se incorpora al nevado Sara Sara, la laguna de Parinacocha, y Pampa Galeras y sus vicuñas, antes de aterrizar en Nasca, el último y también espectacular destino final. Por lo pronto, Mario Casas Berdejo, uno de los personajes locales más interesados en mostrar al Perú y al mundo las riquezas de Caravelí, la está pensando. «Vienen algunos europeos por aquí. Acampan en las partes altas, cerca de los guanacos y los cóndores, una zona increíble, con bosques de queñuales. Pero sobre todo importantes tropillas de guanacos, tal vez la más importante del país. El problema es que hay cazadores furtivos, por eso pedimos que se declare a Alto Caravelí como Reserva Nacional».

Visitamos las bodegas Colca, Buen Paso, La Ollería y finalmente La Huarca, que tiene las cepas más antiguas y es un sitio bien puestecito. Realmente uno se siente en el campo. Y no hay turistas caminando por allí. De
vuelta a Caravelí, observamos una construcción extraña para la zona. Mario nos dice que pertenece a una mina de oro, pero que por la mala distribución del canon, este no llega al propio Caravelí. Dice además que tienen poca responsabilidad social con el pueblo, luego de haber explotado el lugar durante una treintena de años. Luego se ve algo igual de raro: una pista de aterrizaje. «Cada mes baja una avioneta», dice Mario. Paramos para observar los petroglifos de Ananta, bajo nosotros, el pequeño valle de Caravelí parecía burlarse del desierto. Mario miró las viñas y dijo que la naturaleza volcánica de nuestros suelos, como en Italia, logra una cierta perfección para el cultivo de la uva. Estaba inspirado el hombre. Ya el sol no calentaba, era hora de irse. Y es que en Caravelí la vida no se mide por horas sino por grados centígrados.


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Como llegar a Caravelí:
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Más información sobre Caravelí, Jardín del Sur, aqui.